Jean Hopsky
¿Cuál habrá sido la causa de la
muerte? se preguntaba el doctor Jean Hopsky al empezar a examinar a unos
cuantos cadáveres recientes en la morgue.
Refiriéndose a un occiso en particular, como a un compañero de
trabajo, empezó a hablar:
— “Entonces señor, dígame usted ¿Cómo fue que termino en
esta mesa de metal?, ¡Vamos! No sea tímido, por favor hombre, hable de una vez
o calle para siempre”.
A Hopsky le gustaba hablar con
aquellos cuerpos inertes, parecía gustarle su trabajo y gustarle aun mas que no
hablaran, ni respingaran sus diagnósticos. Era muy bueno en lo que hacía, eso
era cierto, como también era cierto que no le gustaban las segundas opiniones,
le daban a entender que de alguna forma su trabajo no había sido bien realizado
y un “segundete”, haci le llamaba, tendría que venir a desvalorizar lo que ya
había hecho.
— ¡Vamos hombre! que aquí todos estamos en confianza, solo
usted y yo, bueno en realidad, también esos tres (cadáveres) de al lado que
acaban de llegar hace unas horas, pero no te me pongas así, que los tres están sordos
y solo hablaran en el remoto caso de que tuvieran algo interesante que decir.
Jean Hopsky no pasaba aun los cincuenta años,
no era atlético, pero se mantenía en forma, no una forma muy favorable que
digamos, pero ahí estaba el hombre, todavía haciendo su trabajo. Le encantaba
tanto su trabajo que a veces tenía que avisar a su esposa que ese día no
llegaría a casa, si bien a esta le gustaba porque pasaba tiempo con su amante y
compañero de copas “Christopher Barret”, el cual era todo lo contrario al
obsesivo de su esposo. Jean tenía una rutina con los occisos que examinaba, no
convencionales he de mencionar. Como ya bien he dicho, aparte de hablar con
ellos, también le gustaba hacer otras cosas fuera de lo común, el tipo era todo
un caso, primero les hacía una serie de preguntas, después disfrutaba ver como
aquel bisturí increíblemente filoso se paseaba por la superficie del cuerpo del
occiso, aparentemente los cortaba hasta que se cansaba de tanto jugueteo,
empezaba a darse vueltas en aquella silla, les recitaba palabras de un libro llamado
“El rojo de tus ojos”, tratando de hacer que la muerte pareciera en cierta
forma sublime y decorosa:
— “Hoy ya es muy tarde para aquella luna, que en tu piel se
esparcía como ninguna… diluyéndose ante ti esta el resplandor, que me hacia
caer a lo más bajo de aquel amor… imponiéndose mi vida, imponiéndose el dolor,
que tenía ciertas veces en aquella ocasión, escarbando una herida en las noches
con fervor… ya no tengo más que darte,
porque todo se acabo” recitaba aquel hombre de una manera muy peculiar (Hopsky
había llegado a adquirir cierto aire de poeta psicópata, puesto que de niño era
muy reservado, gracias a las manías que tenía su madre para cuidarlo, haci que
realmente le ponía interés a aquellas palabras dirigidas a los cuerpos di
vagantes y desentendidos, en cierto modo para desligarse de su pasado).
En fin, después discutía con
ellos, las teorías que tenia sobre el cómo iría a morir y si de algún modo
pasaría por la misma mesa de metal, una y otra vez con cada occiso. Cabe
mencionar que no había dormido en dos días, solía bañarse de vez en cuando, no
en la morgue, si no en lapsos pequeños llendo a su casa y regresando para otra
jornada laboral, pero siempre sin sospechar de aquella esposa, que a los ojos
de Jean, era fiel y amorosa.
— “Trabajadores como Hopsky, son los que necesitamos,
entregados en cuerpo y alma a su labor” decía su jefe, con cierto entusiasmo y
carisma en su cara. El cual dos años más tarde, también pasaría por aquella
mesa de metal, víctima de un robo en un aparcamiento de coches, en las afueras
de su trabajo.
Jean Hopsky, hombre
estadounidense con un gran apellido alemán, imponente doctor de inigualable
esmero, al cual a esas alturas, ya no le hacía efecto alguno ninguna taza de
café, puesto que ya había prolongado por más de dos días el dormir, se abatía ante
aquellas ganas de descansar en un sueño profundo, tentador e inevitable.
Sin duda alguna sucumbió ante tal
cansancio, la oficina del papeleo estaba más que dispuesta para ofrecerle un
rato de descanso y seguridad mientras dormía, haci que se dirigió a ella, sin
prisa, pero con tantas ganas de llegar. Es difícil el pensar que alguien
pudiera trabajar a ciertas horas de la madrugada en una morgue, al menos para
mí, me es difícil. Llegando a la puerta de su oficina, ya no pudo dar un paso
más y cayó al suelo como piedra en el agua, hasta el fondo.
Tiempo más tarde, abrió los ojos
y para su sorpresa, ya no se encontraba en aquella morgue, de la cual había
hecho su casa, puesto que ahí pasaba la mayor parte del tiempo.
Se levanto con un dolor de cabeza,
pero ahora estaba un poco descansado, ¿En dónde estoy? Se preguntaba con
curiosidad y preocupación, ¿En dónde estoy? ¿En dónde estoy?, repetía.
Parecía una estación de tren subterránea,
en el cual se encontraba sentado, enfrente del andén, aquel hombre que tenía en la meza de metal de
aquella morgue, vestía con una gabardina grisácea, una camisa desabotonada y unos
pantalones cortos, con unos zapatos extremadamente bien cuidados, ciertamente
no tenía una fachada de ser alguien importante, si no alguien misteriosamente
mal vestido. Fumandose un cigarrillo, mientras parecía estar leyendo un
libro en particular, el doctor jean lo reconoció enseguida, era aquel que le leía
con tanto esmero “El rojo de tus ojos”, ¡Estoy soñando! ¡Estoy soñando! ¡Estoy
soñando! Repetía una y otra vez, sorprendido de ver aquel suceso imposible y
nada lógico…
De pronto escucha unas palabras
salir de la boca de aquel cuerpo efímero, rebosante de vida y lleno de alevosía…
— ¡Señor!, al parecer está usted confundido, ¿Quiere saber
porque no está soñando?… ¡Vamos! Conteste, no sea tímido, que aquí solo estamos
usted y yo…
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