domingo, 6 de octubre de 2013

Un ataque de curiosidad



Jean Hopsky

¿Cuál habrá sido la causa de la muerte? se preguntaba el doctor Jean Hopsky al empezar a examinar a unos cuantos cadáveres recientes en la morgue.
Refiriéndose a un  occiso en particular, como a un compañero de trabajo, empezó a hablar:
     “Entonces señor, dígame usted ¿Cómo fue que termino en esta mesa de metal?, ¡Vamos! No sea tímido, por favor hombre, hable de una vez o calle para siempre”.

A Hopsky le gustaba hablar con aquellos cuerpos inertes, parecía gustarle su trabajo y gustarle aun mas que no hablaran, ni respingaran sus diagnósticos. Era muy bueno en lo que hacía, eso era cierto, como también era cierto que no le gustaban las segundas opiniones, le daban a entender que de alguna forma su trabajo no había sido bien realizado y un “segundete”, haci le llamaba, tendría que venir a desvalorizar lo que ya había hecho.

     ¡Vamos hombre! que aquí todos estamos en confianza, solo usted y yo, bueno en realidad, también esos tres (cadáveres) de al lado que acaban de llegar hace unas horas, pero no te me pongas así, que los tres están sordos y solo hablaran en el remoto caso de que tuvieran algo interesante que decir.

 Jean Hopsky no pasaba aun los cincuenta años, no era atlético, pero se mantenía en forma, no una forma muy favorable que digamos, pero ahí estaba el hombre, todavía haciendo su trabajo. Le encantaba tanto su trabajo que a veces tenía que avisar a su esposa que ese día no llegaría a casa, si bien a esta le gustaba porque pasaba tiempo con su amante y compañero de copas “Christopher Barret”, el cual era todo lo contrario al obsesivo de su esposo. Jean tenía una rutina con los occisos que examinaba, no convencionales he de mencionar. Como ya bien he dicho, aparte de hablar con ellos, también le gustaba hacer otras cosas fuera de lo común, el tipo era todo un caso, primero les hacía una serie de preguntas, después disfrutaba ver como aquel bisturí increíblemente filoso se paseaba por la superficie del cuerpo del occiso, aparentemente los cortaba hasta que se cansaba de tanto jugueteo, empezaba a darse vueltas en aquella silla, les recitaba palabras de un libro llamado “El rojo de tus ojos”, tratando de hacer que la muerte pareciera en cierta forma sublime y decorosa:

     “Hoy ya es muy tarde para aquella luna, que en tu piel se esparcía como ninguna… diluyéndose ante ti esta el resplandor, que me hacia caer a lo más bajo de aquel amor… imponiéndose mi vida, imponiéndose el dolor, que tenía ciertas veces en aquella ocasión, escarbando una herida en las noches con fervor…  ya no tengo más que darte, porque todo se acabo” recitaba aquel hombre de una manera muy peculiar (Hopsky había llegado a adquirir cierto aire de poeta psicópata, puesto que de niño era muy reservado, gracias a las manías que tenía su madre para cuidarlo, haci que realmente le ponía interés a aquellas palabras dirigidas a los cuerpos di vagantes y desentendidos, en cierto modo para desligarse de su pasado).

En fin, después discutía con ellos, las teorías que tenia sobre el cómo iría a morir y si de algún modo pasaría por la misma mesa de metal, una y otra vez con cada occiso. Cabe mencionar que no había dormido en dos días, solía bañarse de vez en cuando, no en la morgue, si no en lapsos pequeños llendo a su casa y regresando para otra jornada laboral, pero siempre sin sospechar de aquella esposa, que a los ojos de Jean, era fiel y amorosa.

     “Trabajadores como Hopsky, son los que necesitamos, entregados en cuerpo y alma a su labor” decía su jefe, con cierto entusiasmo y carisma en su cara. El cual dos años más tarde, también pasaría por aquella mesa de metal, víctima de un robo en un aparcamiento de coches, en las afueras de su trabajo.

Jean Hopsky, hombre estadounidense con un gran apellido alemán, imponente doctor de inigualable esmero, al cual a esas alturas, ya no le hacía efecto alguno ninguna taza de café, puesto que ya había prolongado por más de dos días el dormir, se abatía ante aquellas ganas de descansar en un sueño profundo, tentador e inevitable.
Sin duda alguna sucumbió ante tal cansancio, la oficina del papeleo estaba más que dispuesta para ofrecerle un rato de descanso y seguridad mientras dormía, haci que se dirigió a ella, sin prisa, pero con tantas ganas de llegar. Es difícil el pensar que alguien pudiera trabajar a ciertas horas de la madrugada en una morgue, al menos para mí, me es difícil. Llegando a la puerta de su oficina, ya no pudo dar un paso más y cayó al suelo como piedra en el agua, hasta el fondo.
Tiempo más tarde, abrió los ojos y para su sorpresa, ya no se encontraba en aquella morgue, de la cual había hecho su casa, puesto que ahí pasaba la mayor parte del tiempo.
Se levanto con un dolor de cabeza, pero ahora estaba un poco descansado, ¿En dónde estoy? Se preguntaba con curiosidad y preocupación, ¿En dónde estoy? ¿En dónde estoy?, repetía.
Parecía una estación de tren subterránea, en el cual se encontraba sentado, enfrente del andén,  aquel hombre que tenía en la meza de metal de aquella morgue, vestía con una gabardina grisácea, una camisa desabotonada y unos pantalones cortos, con unos zapatos extremadamente bien cuidados, ciertamente no tenía una fachada de ser alguien importante, si no alguien misteriosamente mal vestido. Fumandose un cigarrillo, mientras parecía estar leyendo un libro en particular, el doctor jean lo reconoció enseguida, era aquel que le leía con tanto esmero “El rojo de tus ojos”, ¡Estoy soñando! ¡Estoy soñando! ¡Estoy soñando! Repetía una y otra vez, sorprendido de ver aquel suceso imposible y nada lógico…
De pronto escucha unas palabras salir de la boca de aquel cuerpo efímero, rebosante de vida y lleno de alevosía…

     ¡Señor!, al parecer está usted confundido, ¿Quiere saber porque no está soñando?… ¡Vamos! Conteste, no sea tímido, que aquí solo estamos usted y yo… 

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